El otro día hablaba de la capacidad de sentir los seres humanos. Divagaba sobre el barómetro que mide la intensidad de los sentimientos o el margen que jamás debemos traspasar al mostrarlos.
Por eso hoy me apetecía dejar escrito en esta entrada que, no hace mucho, aprendí que sentía de forma diferente.
Y sí, es curioso que a mis cuarenta y cinco años no me haya dado cuenta de esto antes, pero es que después de darle muchas vueltas, he llegado a la conclusión de que llevaba demasiado tiempo sospechándolo y no encontraba las fuerzas necesarias para admitirlo.
Quizás aquella vez en la que hable del recuerdo de un ex con cariño y mis compañeras me miraron raro; o cuando entendí la letra de una canción como una historia inacabada y se me saltaron las lágrimas; o tal vez cuando algún personaje cobró vida y provocó que hablase de él como si fuese real, suscitando miradas extrañadas; o la vez que me empeñé en visitar los lugares que marcaron una historia o paseé por la misma calle que inspiró una escena.
Sí, en cada una de esas ocasiones hubo alguien que malinterpretó, juzgó, calibró o menospreció mis sentimientos. Y, por extraño que parezca, lo permití y terminé por silenciarlos. Porque ser parte de un todo y seguir el ritmo de la marcha sin pararse a pensar suele ser lo más cómodo y decides que es mejor sonreír y callar, no dar tanta importancia a aquello que mueve tu mundo para no ser juzgada, para… encajar.
¿Por qué el ser humano tiende a juzgar con tanta soltura aspectos tan complejos como los sentimientos? Deberíamos pararnos a pensar cuánto vale nuestro juicio antes de ofrecerlo tan a la ligera. Porque exponerlos es lo más parecido a saltar al vacío y esperar caer de pie; un riesgo enorme que no debería pasar desapercibido ante los ojos ajenos.
Por desgracia, mostrar los sentimientos nunca ha sido sinónimo de fortaleza y, que nos vendan durante años la misma fórmula nos hace creer en su eficacia, tampoco. Pero no, conmigo ya no funciona.
Yo llevo años auto proclamándome valiente cuando lo hago. Porque la primera opción siempre es pensar que son parte de esa intimidad que debemos salvaguardar, proteger u ocultar y nos los tragamos con bocados enormes que luego se nos atragantan.
Y, aunque soy consciente de que ser sensible deja demasiadas marcas y que no siempre me gustará encontrarlas, ahora estoy completamente segura de que los defenderé como una leona si alguien se atreve a jugar con ellos o desdeñarlos.
Quizás sea porque ahora los comprendo, porque el paso del tiempo no es solo eso, tiempo que se escurre entre las manos, si no decisiones que nos demuestran cuánto hemos aprendido en el camino y en qué tipo de personas nos hemos trasformado. Para sentir, para vivir con esa intensidad tan adictiva que calienta nuestra sangre y nos hace experimentar emociones que para el resto pasan desapercibidas hay que darles el valor adecuado y cuidarlas.
Por eso hace años que decidí defender a esa gente que ríe a carcajadas; que llora sin miedo; que da vida a personajes de cuento; que se queda huérfana cuando termina una serie o acaricia las páginas de un libro para consolar al personaje. Admiro a los que se han hecho a sí mismos, a los que piden consuelo sin sentir debilidad y a los que quieren con el corazón en la boca, sin temor a las consecuencias.
Mostrarme tal y como soy y defender mi sensibilidad. Siento diferente y esa será la bandera que alzaré cada vez que alguien quiera encasillarme.
He decidido arriesgar.